Las enseñanzas del Camino



Llevo un monstruo dentro de mí. Cuando decidí echarme a caminar, lo sabía. Así que lo metí en la mochila. También metí un buen puñado de frustraciones, de recuerdos, de sueños, de inquietudes, de historias y de cuentos. Metí, en definitiva, todo lo que mi alma siempre va acumulando con su síndrome de diógenes senti/mental. Porque las personas que, como yo, sufrimos de apego crónico, necesitamos llevar siempre la mochila llena. Aunque luego las cosas no sirvan más que para hacer que nos duelan las rodillas.

Descubrí que ese monstruo del que no puedo librarme, ese al que le tengo apego aunque no quiera, sale a la superficie en ocasiones, en más circunstancias de las que me gustaría, en realidad. Normalmente, lo llama el dolor. Supongo que no sólo es el dolor físico, aunque es el más fácil de reconocer. Si los músculos me hacen sufrir un calvario, ahí sale, tomando mi voz, mi boca y toda la rabia que ocupa mi cuerpo. Yo soy el monstruo entonces. Y odio ser esa horrible criatura. Intento controlarla. Pero gana. Demasiadas veces.

Pero el camino no sólo me enseñó lo que no me gusta de mí. También me hizo rescatar algunos de los recuerdos antiguos que descansaban al fondo de esa enorme y pesada mochila. Me hizo rescatar a la niña sin miedo que puede con todo. De pequeña, tenía miedo a muchas cosas, por supuesto. Mi hermano se encargaba de asustarme de cuando en cuando para recordármelo. Pero hubo muchos de esos miedos a los que obligué a irse al carajo. La oscuridad, por ejemplo. Estuve años entrando en casa a oscuras, o mirando fijamente a la oscuridad para quitarme el temor de encima. Hasta tal punto que ahora me relaja. Me aferré a esa niña sin miedos y descubrí que la actual en lugar de luchar huye de ellos, los evita. No quiero ser esa persona tampoco. Quiero volver a ser esa valiente que afronta el pasillo de casa sin luz, a tientas, tragando saliva y rezando para que no salga una mano peluda y terrorífica desde alguna puerta para arrastrarla al infierno.

El dolor, cuando no aparece ese monstruo, me invita a ser más fuerte. Cuando controlo las ganas de gritar y morder a cualquiera que se acerque y me hable, descubro a la guerrera, a la Princesa de Jade que surge en mi interior. A la buena alumna de karate que recuerda a su maestra después de un buen trompazo diciéndole: "¿está roto? ¿No? ¡Pues sigue!". Y sigo. Puedo seguir. Pese al dolor, pese a que mi cuerpo se haya rendido, pese a que los pies se arrastren y tropiecen con las piedras... Puedo tirar para adelante y continuar caminando, sacando fuerzas de donde no las hay. Me he recordado que cuando venzo al monstruo, soy una buena soldado. Una imparable.

También he conocido un poco más a una persona excepcional que ha compartido recuerdos, vivencias y vida en general conmigo. Una persona que durante mi vida ha representado diversos papeles: el más importante el de madre, pero también amiga, apoyo, ayuda, psicóloga, nutricionista, doctora, enfermera... Un compendio que siempre ha sabido entregarme más de lo que yo pudiera desear. Más todavía en este viaje.

Ha sido algo místico. Algo terrible y hermoso a la vez. Me ha llevado hasta mis límites en demasiadas ocasiones (cualquiera diría que cinco días dan para tanto). Y he ido aprendiendo a analizarme de otra manera. Ahora, disfruto mucho más de algunas cosas, aunque sigo deseando verme sola en la tesitura de tener que avanzar, sin que nadie tire de mí ni hacia delante ni hacia atrás. Arrepentirme de seguir adelante sola. Arrepentirme de haberme detenido sola. Dejar que esa rabia surja y se enfoque única y exclusivamente en mí, para poder luchar contra ella en condiciones. Todavía puedo aprender mucho más del camino. Espero poder hacerlo pronto.


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